En el segundo formato de cuento oriental la enseñanza se envuelve en una historia. Se trata de una circunstancia que da pie para que el sabio, que tiene aparentemente menos contacto con el mundo real, ofrezca una visión mucho más esclarecedora que la que tenemos cuando estamos dentro del problema. Un ejemplo de esa tradición sería este cuento tradicional indio:
El rey estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas, entre las que destacaba su preocupación por que los hombres no consiguieran ser mejores. Para buscar respuesta a este último interrogante, llamó a su presencia a un ermitaño que vivía aparatado en el bosque dedicándose a la meditación. Por su fama de sabio y ecuánime fue llevado a palacio donde el rey le dijo:“Muchos hablan de tu conocimiento del hombre. Me han dicho que apenas hablas, que buscas reconocimiento ni persigues el placer, que nada posees salvo tu sabiduría”.
“Eso dicen, señor” –contestó el ermitaño quitándole importancia.
“De la gente es de quien quiero preguntarte.” –Dijo el rey–. “¿Cómo podría yo conseguir que sean mejores?”
“Sobre esto puedo decir” –contestó el ermitaño–, “que las leyes que emanan de tu poder no son suficientes en modo alguno para hacerles mejores. El hombre ha de cultivar actitudes y practicar formas de actuación para alcanzar una verdad que es de superior nivel y llegar a la comprensión clarividente. Y esta verdad de orden superior no tiene apenas nada que ver con la verdad de la ley”. El monarca, sorprendido, quedó enmudecido. Luego reaccionó: "Lo que sí puedo asegurarte, ermitaño, es que con mi poder por lo menos puedo conseguir que todo el que esté en la ciudad diga la verdad”.
El sabio sólo respondió con una leve sonrisa y el rey ensoberbecido mandó construir un patíbulo en la plaza de la ciudad y puso vigilantes en la puerta de la ciudad que controlaban a todo el que entraba. Un heraldo anunció al pueblo: “Todo el quiera entrar en la ciudad será antes interrogado. Si dice la verdad, se le franqueará el paso, pero si miente, será ahorcado en la plaza”.
Tras pasar la noche meditando en su bosque, el ermitaño, se encaminó lentamente a la ciudad y cuando llegó a sus puertas el vigilante le preguntó: “¿A dónde vas?”.
Con grave serenidad el sabio dijo: “Voy a la plaza para que me ahorquéis”. El capitán afirmó: “Como no hay motivo, no será así”.
“Al parecer afirmas que he mentido y por tanto tienes que mandar ahorcarme”.
“Pero si te ahorcamos” –repuso el oficial– “habremos conseguido que lo que has dicho sea cierto y, entonces en lugar de ahorcarte por mentir, te estaremos ajusticiando por decir la verdad”.
“¡Correcto!” –dijo el ermitaño sin inmutarse–. “Ahora podéis ir al rey a decirle que ya conoce la verdad... ¡su verdad!”.
“Eso dicen, señor” –contestó el ermitaño quitándole importancia.
“De la gente es de quien quiero preguntarte.” –Dijo el rey–. “¿Cómo podría yo conseguir que sean mejores?”
“Sobre esto puedo decir” –contestó el ermitaño–, “que las leyes que emanan de tu poder no son suficientes en modo alguno para hacerles mejores. El hombre ha de cultivar actitudes y practicar formas de actuación para alcanzar una verdad que es de superior nivel y llegar a la comprensión clarividente. Y esta verdad de orden superior no tiene apenas nada que ver con la verdad de la ley”. El monarca, sorprendido, quedó enmudecido. Luego reaccionó: "Lo que sí puedo asegurarte, ermitaño, es que con mi poder por lo menos puedo conseguir que todo el que esté en la ciudad diga la verdad”.
El sabio sólo respondió con una leve sonrisa y el rey ensoberbecido mandó construir un patíbulo en la plaza de la ciudad y puso vigilantes en la puerta de la ciudad que controlaban a todo el que entraba. Un heraldo anunció al pueblo: “Todo el quiera entrar en la ciudad será antes interrogado. Si dice la verdad, se le franqueará el paso, pero si miente, será ahorcado en la plaza”.
Tras pasar la noche meditando en su bosque, el ermitaño, se encaminó lentamente a la ciudad y cuando llegó a sus puertas el vigilante le preguntó: “¿A dónde vas?”.
Con grave serenidad el sabio dijo: “Voy a la plaza para que me ahorquéis”. El capitán afirmó: “Como no hay motivo, no será así”.
“Al parecer afirmas que he mentido y por tanto tienes que mandar ahorcarme”.
“Pero si te ahorcamos” –repuso el oficial– “habremos conseguido que lo que has dicho sea cierto y, entonces en lugar de ahorcarte por mentir, te estaremos ajusticiando por decir la verdad”.
“¡Correcto!” –dijo el ermitaño sin inmutarse–. “Ahora podéis ir al rey a decirle que ya conoce la verdad... ¡su verdad!”.
El esquema de la historia del sabio que interpreta la realidad y ofrece una moraleja, podríamos aplicarlo a muchos de los aspectos de comunicación interna en la empresa. Todos somos conscientes, por ejemplo, de la importancia de saber escuchar y cualquiera estaría de acuerdo con esa afirmación. Pero para llevar a cabo una escucha activa hay en realidad muchas dificultades que no son tan fáciles de explicar. Saber escuchar implica no sólo prestar atención a las palabras, sino también al significado que nos transmiten a nosotros como destinatarios de un mensaje. Un breve cuento puede servir de punto de partida para una reflexión o un debate.
Claudia Catalan Benussi
Claudia Catalan Benussi
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